00:19 h. domingo, 05 de mayo de 2024

Poemario de Don Manuel del Cabral

Danilo Correa  |  23 de noviembre de 2014 (21:00 h.)

Manuel del Cabral

Manuel del Cabral

 

 Nació en Santiago de los Caballeros el 7 de marzo de 1907. Inició estudios de derecho en la Universidad de Santo Domingo. En el año 1938 comenzó su trabajo diplomático en la Embajada Dominicana en New York (Estados Unidos). Representó al país en Colombia, Perú, Panamá, Chile, Argentina. Entró en contacto con los más importantes poetas del momento.

En su poesía puede encontrarse la temática política, amorosa, social, metafísica. La poesía negra tuvo en Manuel del Cabral, una de sus voces más significativas, junto a Nicolás Guillén, Luis Palés Matos y Aimé Cesaire.

Entre sus obras poéticas más importantes están: Trópico negro, 1942; Compadre Mon, 1943; Los huéspedes secretos, 1950; La isla ofendida, 1965; Sexo no solitario, 1970, y otras.

Escribió también novela y cuentos. Las novelas El escupido y El presidente negro y los libros de cuentos, Los relámpagos lentosCuentos cortos con pantalones largos.

Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1992.

Murió en Santo Domingo (República Dominicana) el 14 de mayo de 1999.


 

Carta a Compadre Mon

 

Tanto he pisado esta tierra, 

que es ella la que anda ya. 

Compadre Mon.

Por una de tus venas me iré Cibao adentro. 
Y lo sabrá el barbero, aquel que los domingos 
te podaba las barbas 
como quien poda un árbol de la patria.

Y también Domitila lo sabrá, Domitila 
que mientras comadreaba tenía entre las manos 
unos duendes que hacían pan sabroso hasta el lodo. 
Y hablo de Domitila, porque sin esa cosa... 
quizá ni tu revólver fuera un poco de pueblo. 
Porque ella fue tu risa, fue tu pan y tu catre. 
¿Qué hubiera sido entonces de esas cosas humildes 
que tocaron tus manos, tu calor, tus pisadas?

Tu caballo 
hubiera sido siempre una bestia cualquiera. 
Tal vez sin estas cosas los muchachos con sueño 
ya hubieran enterrado tu pistola, tu espuela; 
todo lo que en tu cuerpo y en tu aire 
es la tierra que quiso no quedarse dormida.

Porque tú, que no fuiste nunca niño de escuela, 
a la escuela te llevan en la boca los niños.

Es que no quiero hablar de tus cosas mayores, 
ni aún de aquella extraña madrugada en que diste 
órdenes a un soldado 
para que repicara las campanas 
por tu llegada al pueblo.

No. 
No quiero hablar ahora de tus cosas de todos. 
De lo que quiero ahora 
es hablar del remiendo que te hacía la tía 
en aquellos no aún gloriosos pantalones. 
Hablo de la ternura con que tú ya besabas 
sus manos costureras, cuando aún tus bolsillos 
se cargaban de piedras para romper faroles. 
La gente que te vio tan pequeñito 
no pensó que la tierra se iba a poner tan grande...

Ahora, 
cualquiera cosa tuya huele a patria. 
Hasta Tico, el lechero 
que llega con un poco de leche en su sonrisa, 
y me dice: 
aquí, Manuel, estuvo Mon un día, 
¡que no rompan la silla donde lo vi sentado, 
arrimao a esta puerta!

Ya ves, Compadre Mon, 
no puedo hablarte ya de cosas grandes; 
tu pistola, tus barbas, tu caballo, 
tu nombre, 
todo es pequeño junto a esta sonrisa. 
¡Cómo brilla tu historia en los dientes de Tico!

Qué grande estás, Compadre Mon en esas 
cosas pequeñas.

¡Por las ventanas de Tico yo me iré Mon adentro!

El maíz no lo sabe, 
ni el trueno, 
ni el agua. 
Pero tú estás en el maíz del niño 
que piensa crecer mucho y tener tu tamaño, 
y tener un caballo como el tuyo 
que entró en la historia a fuerza de ser patria.

El trueno no lo sabe, 
pero tú estás en la garganta ronca 
de los tambores que enronquecieron 
de tanto hablar de ti..., de los rugidos 
del paso de tu sangre. 
El agua no lo sabe, 
pero eres, el agua con un cuento... 
tú le pusiste edad al agua de los hombres... 
al agua que más duele, la pesada 
¡que siempre llena venas, y con sed siempre el hombre!

Sin embargo, no quiero, 
no quiero hablar, compadre Mon, de esas cosas visibles tuyas... 
Yo prefiero decirte que Cachón, un muchacho 
enclenque de mi pueblo, 
estuvo muchos días y demasiadas noches, 
torturándose, 
fabricando, 
puliendo unas estrofas, y luego, sin comer, 
muchas veces, 
iba a mi casa, casi asustado, 
casi tartamudo, sorprendido, 
y como quien comete su más sagrado crimen, 
me decía: —Manuel, aquí tengo una cosa 
que quiero que tú veas. 
Pero nunca, nunca pude leerla, 
porque temblaba para darme aquello..., 
y volvía a su casacón aquello en secreto, 
y volvía a pulir, 
y a no dormir, 
ni comer, 
y volvía a hablar solo.

De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia: 
de aquel muchacho débil escribiendo tu nombre, 
buscando entre tus barbas raíces de la tierra, 
los árboles perdidos de la patria... 
De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia: 
de aquel muchacho en huesos 
que iba a la barbería 
y diez veces le preguntaba al barbero 
que cuánto le debía... 
(Porque, Mon, es muy triste 
no terminar un verso).

Aquel muchacho simple que perdió la memoria 
y que yo le decía que comiera... 
Aquella emoción pura que al nombrarte, parece 
que se abría las venas para que se bebieran 
hondo y tibio tu nombre.

Esto sí me parece que no deja que el tiempo 
gaste hasta lo más simple de tu voz: 
tu sonrisa. 
Y a ti, Compadre Mon, que te encontré una tarde 
haciendo el hoyo puro 
del futuro cadáver de tu cuerpo 
(porque nunca supiste que tu muerte 
no cabe en ningún hoyo de la tierra).

Yo mismo que de niño te conocí en el aire 
que respiraba el pueblo, 
iba ya repartiéndome tu vida, 
iba haciéndole un poco de mis cosas, 
iba ya no dejándole morir... 
Después el campamento se ocupó de tu nombre, 
de tus cosas mayores. 
Y era difícil ya, que como un hombre cualquiera, 
te pegaras un tiro, 
o te entregaras a menudencias, 
a pequeñas manías; 
porque hasta aquellas inútiles palabras a tu gato 
tenían ya un sentido, 
porque así son, Don Mon, todas las cosas 
que pertenecen a lo que ya tiene 
tamaño de destino...

Un simple canto de gallo que despierta 
las cosas de la mañana, 
toma de pronto la estatura de un siglo. 
Si entre las cosas que se despiertan con su canto 
se levanta un caballo con la historia en el lomo.

Te estoy diciendo esto, viejo Mon, ahora 
en que hacer unos versos y ponerse a decirlos 
es un peligro... tan grande 
como ponerse a hacer la patria 
con sables de madera de sándalo. 
Porque nosotros, los que hacemos 
estas cosas de sueño, no estamos preparados 
para la fiesta del honor con precio...

Yo voy, a ratos, ciegos que tocan su instrumento 
por unos cuantos cobres. Muchas veces, 
después de sus canciones, voy a verme al espejo, 
y miro bien mi cara para ver si es la mía... 
Porque, a veces, cuando cantan los ciegos, 
muchas cosas del cuerpo voy dejando 
no sé a dónde... 
Por eso, 
pregunto por mi nombre cuando cantan los 
ciegos.

Te estoy diciendo esto porque a veces 
lo que nació en tu pecho lo tienes en la mano... 
Te estoy diciendo esto, viejo Mon, porque a ratos, 
hablas conmigo cosas que hablando no me dices. 
He caminado mucho por los ríos 
que vienen de tu cuerpo cuando a oscuras 
te hicieron; y sé que cuando sangras 
te salen por las venas los sueños más varones. 
Es que desde hace tiempo, 
tú contruyes la patria, destruyéndote.

 

 

Tropico  Picapedrero

 

Hombres negros pican sobre piedras blancas, 
tienen en sus picos enredado el sol. 
Y como si a ratos se exprimieran algo... 
lloran sus espaldas gotas de charol. 

Hombres de voz blanca, su piel negra lavan, 
la lavan con perlas de terco sudor. 
Rompen la alcancía salvaje del monte, 
y cavan la tierra, pero al hombre no. 

De las piedras salta, cuando pica el pico, 
picadillo fatuo de menudo sol, 
que se apaga y vuelve cuando vuelve el pico 
como si en las piedras reventara Dios. 
Dentro de una gota de sudor se mete 
la mañana enorme —pero grande no— 
Saltan de los cráneos de las piedras chispas 
que los pensamientos de las piedras son. 

Y los hombres negros cantan cuando pican 
como si ablandara las piedras su voz. 
Mas los hombres cavan, y no acaban nunca... 
cavan la cantera: la de su dolor. 

Contra la inocencia de las piedras blancas 
los haitianos pican, bajo un sol de ron. 
Los negros que erzan de chispas las piedras 
son noches que rompen pedazos de sol. 

Hoy buscando el oro de la tierra encuentran 
el oro más alto, porque su filón 
es aquel del día que pone en los picos 
astillas de estrellas, como si estuvieran 
sobre la montaña picoteando a Dios.

 

 

 

Islas de Azucar Amarga

 

 

¿Ves aquel mar salpicado de 
islas? Cuando el huracán respira, 
¡cómo tiemblan aquellas 
pequeñitas Américas! 

Islas: erizos de cañas, 
de cañas tan ciegas que... 
que en el filo que las hiere 
ponen miel. 

Llora diabético el árbol. 
¡Como que el árbol también 
ya sabe que endulza el filo 
que habla inglés! 

Hoy que la Tierra en la voz 
ha crecido un poco más. 

¡Alguien puso en las Antillas 
tanta miel para su mal! 

Juguetes de geografía 
con que juega el Huracán... 
Islas del Mar del Caribe: 
no parece que fue Dios 
quien las puso en ese Mar. 

Hoy algo pasa en el aire. 
Telegramas, y algo más. 
(Por el aire de Manhattan 
se ven las islas pasar). 

Negrito que tiemblas triste, 
tú desgranas el collar 
de aquellas islas, tu boca 
lo echa al viento en un cantar. 

Un canto que cruza el agua, 
un canto que cruza el mar, 
y abre las puertas de carne 
que no están de par en par. 

Negrito remoto y blanco, 
eres la tierra tal vez, 
que sale a cantar su pena, 
su pena por ser de miel. 

Si con las manos que tienes 
sembraste un millón de cañas: 
¿De dónde te sale, di, 
una canción tan amarga? 

Mira tus islas de azúcar, 
el mar les pone un anillo 
para endulzar sus espumas, 
pero les da cien caminos... 

Cien caminos. Y tus islas 
las echa al viento un cantar, 
¡El mar les dio cien caminos 
amargos com su sal! 

Sube la tierra sus venas, 
sangra el árbol, y algo más... 
Islas de azúcar tan triste, 
duele más tan dulce mal. 

Juguetes de geografía 
con que juega el Huracán... 
Islas del Mar del Caribe: 
no parece que fue Dios 
quien la puso en ese Mar. 

Negrito de las Antillas 
que en el barrio nació ayer. 
Llorando vino a la vida, 
llorando se irá también. 

Negrito remoto y blanco, 
echa al viento tu cantar: 
el que desgrana el collar 
de aquellas islas que tienen 
tanta miel para su mal.

 

 

 

Ellos

 

 

Ellos no tienen lecho, 
pero sus manos 
son las que hicieron nuestras casas. 

Ellos comen cuando pueden 
pero por ellos comemos cuando queremos. 

Ellos 
son zapateros pero están descalzos. 

Ellos nos visten pero están desnudos. 

Ellos 
son los dueños del aire cuando manejan alas, 
mas son los limosneros del aire de la tierra. 

Ellos no hablan, 
tienen palabras vírgenes... Hacen nuevo lo viejo... 

La mañana lo sabe y los espera...

 

 

A Concho Primo

 

Bajo tu potro es un juguete el llano, 
bajo tu potro tan dominicano 
que le sirve de espuela la corneta 
y vuela más que la guinea inquieta 
que en las plumas se pinta municiones 
para robarle el blanco a la escopeta. 
Mucho más que penetras y perduras 
cuando desgranas tus aventuras 
ante el espanto de la llanera 
que puso al cuello de los soldados 
el amuleto como trinchera. 
¡Qué bien recuerdo tu apretón lejano: 
un corazón se te volvió la mano! 
Se me quedó tu azúcar en la hiel, 
como a los negros cuando cortan cañas 
que se les queda en el machete, miel. 

Y se agiganta mucho más tu historia 
en la alcancía de mi memoria, 
loro de los refranes, triunfo de las mujeres, 
cuando volando las cabalgaduras, 
eran sobre las lomas y las llanuras 
un tiroteo los amaneceres. 
Hoy lo que rueda, Vale Concho, es rueda; 
asoma la vitrina en las vitrinas 
de los ojazos de las campesinas, 
y bajo la sotana o la moneda 
su flor a la santica se le queda. 
Mira una cruz como se pierde al vuelo: 
enredada en la hélice 
se va la carretera por el cielo. 
Mas hoy, compadre Concho, también se ve tu llano 
—míralo en el bolsillo del norteamericano—.

 

Autor, Manuel del Cabral